
Cada palabra que profería era como una espada que me atravesaba el corazón. Él no comprendía que habría sido más caritativo el silenciarme todo aquello. ¡Cómo iban a reírse y regocijarse con el castigo a mi arrogancia y desprecio quienes hacía tiempo me lo estaban echando en cara! Querría que alguien se atreviera a reprochármelo para poderle atravesar el pecho con la espada; viendo correr la sangre me sentiría mejor. ¡Ah! He empuñado cien veces el cuchillo para dar aliento a este oprimido corazón. Cuentan que hay una raza noble de caballos que, cuando se sienten muy sofocados y batidos, se muerden ellos mismos, por instinto, una vena para poder recobrar el aliento. Lo mismo me ocurre a mí muchas veces: quisiera abrirme una vena que me procurase la libertad eterna.
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